Por: Hernán Baquero Bracho.
La envidia es una adoración de los hombres por la sombra, del merito por la mediocridad. Es el rubor de la mejilla sonoramente a bofetada por la gloria ajena. Es el grillete que arrastra los fracasados. Esa es el acíbar que paladean los impotentes. Es un venenoso humor que mana de las heridas abiertas por el desengaño de la insignificancia propia. Por sus horcas caudinas pasan, tarde o temprano, los que viven esclavos de la vanidad: desfilan lívidos de angustia, torvos avergonzados de su propia tristura, sin sospechar que su ladrido envuelve una consagración inequívoca del merito ajeno.
Es la más innoble de las torpes lacras que afean a los caracteres vulgares. El que envidia se rebaja sin saberlo, se confiesa subalterno, esta pasión es el estigma psicológica de una brillante inferioridad sentida, reconocida. No basta ser inferior para envidiar, pues todo hombre lo es de alguien en algún sentido, es necesario sufrir del bien ajeno, de la dicha ajena de cualquiera culminación ajena. En ese sufrimiento está el núcleo moral de la envidia: muerde el corazón como un acido, lo carcome como una polilla, lo corroe como la herrumbre al metal.
Entre las malas pasiones ninguna la aventaja. Plutarco decía y lo repite La Rochefoucauld que existen almas corrompidas hasta jactarse de vicios infames; pero ninguna ha tenido el coraje de confesarse envidiosa. Reconocer la propia envidia implicaría, a la vez declararse inferior al envidiado; se trata de pasión tan abominable y tan universalmente detestada; que avergüenza el mas impúdico y se hace lo indecible por ocultarla.
Todo suceso feliz le aflige o atiza su congoja; destinada a sufrir, es el verdugo implacable de sí misma. Es pasión traidora y propicia a las hipocresías. Es el odio como la ganzúa a la espada; la cumplen los que no pueden competir con los envidiados. En los ímpetus del odio puede palpitar el gesto de la garra que en un desesperado estremecimiento destroza y aniquila; en la subrepticia reputación de la envidia.
El envidioso cree marchar al calvario cuando observa que otros escalan la cumbre. Muere en el tormento de envidiar al que se ignora o desprecia, gusano que se arrastra sobre el zócalo de la estatua.
A Villanueva le llegó el virus de la envidia desde hace algunos años y ella nos ha hecho demasiado daño. La envidia tiene postrado a nuestro pueblo en sus más bajos instintos y por ende a nuestra manera de pensar y actuar y ella – la envida – se encuentra enquistada en nuestros corazones, lo que nos ha detenido en el tiempo y en el espacio. Ay de que algún Villanuevero logre el éxito, escale peldaños o se le dé una oportunidad a nivel local, departamental, regional o nacional, para que caigan rayos y centellas por todos lados. Aquí no se aplica la filosofía de la proactividad y la sinergia, si no la filosofía del mediocre y aplican la Ley del cangrejo y de ahí que casi todos nos hemos vueltos rumiantes de nuestros propios miedos y de nuestros propios afugios. ¡ Pobre de nosotros, si no superamos a la envidia!.
Es la más innoble de las torpes lacras que afean a los caracteres vulgares. El que envidia se rebaja sin saberlo, se confiesa subalterno, esta pasión es el estigma psicológica de una brillante inferioridad sentida, reconocida. No basta ser inferior para envidiar, pues todo hombre lo es de alguien en algún sentido, es necesario sufrir del bien ajeno, de la dicha ajena de cualquiera culminación ajena. En ese sufrimiento está el núcleo moral de la envidia: muerde el corazón como un acido, lo carcome como una polilla, lo corroe como la herrumbre al metal.
Entre las malas pasiones ninguna la aventaja. Plutarco decía y lo repite La Rochefoucauld que existen almas corrompidas hasta jactarse de vicios infames; pero ninguna ha tenido el coraje de confesarse envidiosa. Reconocer la propia envidia implicaría, a la vez declararse inferior al envidiado; se trata de pasión tan abominable y tan universalmente detestada; que avergüenza el mas impúdico y se hace lo indecible por ocultarla.
Todo suceso feliz le aflige o atiza su congoja; destinada a sufrir, es el verdugo implacable de sí misma. Es pasión traidora y propicia a las hipocresías. Es el odio como la ganzúa a la espada; la cumplen los que no pueden competir con los envidiados. En los ímpetus del odio puede palpitar el gesto de la garra que en un desesperado estremecimiento destroza y aniquila; en la subrepticia reputación de la envidia.
El envidioso cree marchar al calvario cuando observa que otros escalan la cumbre. Muere en el tormento de envidiar al que se ignora o desprecia, gusano que se arrastra sobre el zócalo de la estatua.
A Villanueva le llegó el virus de la envidia desde hace algunos años y ella nos ha hecho demasiado daño. La envidia tiene postrado a nuestro pueblo en sus más bajos instintos y por ende a nuestra manera de pensar y actuar y ella – la envida – se encuentra enquistada en nuestros corazones, lo que nos ha detenido en el tiempo y en el espacio. Ay de que algún Villanuevero logre el éxito, escale peldaños o se le dé una oportunidad a nivel local, departamental, regional o nacional, para que caigan rayos y centellas por todos lados. Aquí no se aplica la filosofía de la proactividad y la sinergia, si no la filosofía del mediocre y aplican la Ley del cangrejo y de ahí que casi todos nos hemos vueltos rumiantes de nuestros propios miedos y de nuestros propios afugios. ¡ Pobre de nosotros, si no superamos a la envidia!.
Publicar un comentario
Gracias por su comentario