Por: Hernán Baquero Bracho.
Desde Alberto Urdaneta y su papel periódico ilustrado (1881), que alcanzó los 116 números, hasta los jóvenes poetas y periodistas que hoy luchan por un aviso para editar periódicos como por ejemplo en La Guajira con nombres tales como Diario Del Norte, La Noticia, Frontera Libre, La Viranga, Ranchería, Guajira Grafica, Ecos De La Guajira, Kararauta, el periodismo literario también vive, agoniza, quiebra y resucita a través de esos afanes.
Lo hizo Baldomero Sanín Cano con su revista contemporánea, de 1904 y lo hizo López de Meza con su revista Cultura. Lo hizo Germán Arciniegas con su revista Universidad, de 1921 a 1929, y no le importó seguir haciéndolo con su Correo de los Andes, de 1979 a 1989. Lo hizo Enrique Uribe White con su legendaria Pan y lo hicieron Jorge Gaitán Duran y Hernando Valencia Goelkel, con Mito entre 1955 y 1962. Lo hizo Mario Rivero, fundando Golpes de Dados en enero de 1973. Lo hicieron, también, en alguna forma, Alberto Lleras y Hernando Téllez, a través de Semana y Alberto Zalamea con La Nueva Prensa. Lo hizo Carlos Llera Restrepo, en Nueva Frontera, cuando postergaba sus análisis económicos o sus denuncias morales, comentando un poema de Silva o recordando a alguna fogosa dama. Lo hizo Abelardo Forero Benavides en las anchas Páginas de Sábado y lo hizo Laureano Gómez en las pequeñas de la revista Colombiana.
En ellas, como en los suplementos literarios, de El Tiempo y El Espectador, de El Colombiano, EL Heraldo, La Patria, Vanguardia Liberal, Diario El Pilón, El Informador se va acumulando un rico legado: el de nuestra herencia literaria; el de las constantes relaciones entre periodismo y literatura. Baste repasar una obra como la de Plinio Apuleyo Mendoza, de Años de Fuga (1979) a la Llama y el Hielo (1984) para comprender como las fronteras entre una y otra son tenues, evasivas y enriquecedoras.
Lo supo Norman Mailer. Lo analizó Tom Wolfe. Hace muchos años Alejandro Obregón, rescató un manuscrito de 308 páginas de la novela perdida de Eduardo Zalamea Borda, Cuarta Batería, quemada cuando el incendio de El Espectador, comprobando así que ni las llamas de la política ni la vorágine caudalosa de los hechos diarios puede amortiguar el afán de esos periodistas literarios que, como Hemingway, corrían ávidos, trátese de una cacería en África o una corrida en España, dejando para luego la reposada novela en que estaban trabajando. Estos dos dioses; el periodismo y la literatura continúan disputándose los talentos. Pero, no hay duda de que varias de esas densas páginas siguen esclareciendo la historia desde la literatura.
Así lo comprueba Jorge Orlando Melo cuando recopiló 158 relatos de testigos presenciales sobre hechos ocurridos a lo largo de cinco siglos en la historia de Colombia: reportaje de la Historia de Colombia (1989). De Rodríguez Freyle a las inolvidables Memorias de un abanderado (1876) de José María Espinosa, el más sagaz y ameno recreador del periodo de la patria boba, se estaban sentando la bases para una narración, directa y fresca, que nos diera, periodística y literariamente, razón de nosotros mismos. Ellos, como más tarde Osorio Lizarazo o Juan Lozano, mantienen ágil la pluma y firme la mirada. Sin ambas es imposible hacer buen periodismo y mucho menos perdurable literatura. Sin el periodismo literario Colombia sería más pobre y mucho menos comprensible. Y sin el periodismo, en general, la verdad sea dicha, tampoco nuestra historia existiría.
Lo hizo Baldomero Sanín Cano con su revista contemporánea, de 1904 y lo hizo López de Meza con su revista Cultura. Lo hizo Germán Arciniegas con su revista Universidad, de 1921 a 1929, y no le importó seguir haciéndolo con su Correo de los Andes, de 1979 a 1989. Lo hizo Enrique Uribe White con su legendaria Pan y lo hicieron Jorge Gaitán Duran y Hernando Valencia Goelkel, con Mito entre 1955 y 1962. Lo hizo Mario Rivero, fundando Golpes de Dados en enero de 1973. Lo hicieron, también, en alguna forma, Alberto Lleras y Hernando Téllez, a través de Semana y Alberto Zalamea con La Nueva Prensa. Lo hizo Carlos Llera Restrepo, en Nueva Frontera, cuando postergaba sus análisis económicos o sus denuncias morales, comentando un poema de Silva o recordando a alguna fogosa dama. Lo hizo Abelardo Forero Benavides en las anchas Páginas de Sábado y lo hizo Laureano Gómez en las pequeñas de la revista Colombiana.
En ellas, como en los suplementos literarios, de El Tiempo y El Espectador, de El Colombiano, EL Heraldo, La Patria, Vanguardia Liberal, Diario El Pilón, El Informador se va acumulando un rico legado: el de nuestra herencia literaria; el de las constantes relaciones entre periodismo y literatura. Baste repasar una obra como la de Plinio Apuleyo Mendoza, de Años de Fuga (1979) a la Llama y el Hielo (1984) para comprender como las fronteras entre una y otra son tenues, evasivas y enriquecedoras.
Lo supo Norman Mailer. Lo analizó Tom Wolfe. Hace muchos años Alejandro Obregón, rescató un manuscrito de 308 páginas de la novela perdida de Eduardo Zalamea Borda, Cuarta Batería, quemada cuando el incendio de El Espectador, comprobando así que ni las llamas de la política ni la vorágine caudalosa de los hechos diarios puede amortiguar el afán de esos periodistas literarios que, como Hemingway, corrían ávidos, trátese de una cacería en África o una corrida en España, dejando para luego la reposada novela en que estaban trabajando. Estos dos dioses; el periodismo y la literatura continúan disputándose los talentos. Pero, no hay duda de que varias de esas densas páginas siguen esclareciendo la historia desde la literatura.
Así lo comprueba Jorge Orlando Melo cuando recopiló 158 relatos de testigos presenciales sobre hechos ocurridos a lo largo de cinco siglos en la historia de Colombia: reportaje de la Historia de Colombia (1989). De Rodríguez Freyle a las inolvidables Memorias de un abanderado (1876) de José María Espinosa, el más sagaz y ameno recreador del periodo de la patria boba, se estaban sentando la bases para una narración, directa y fresca, que nos diera, periodística y literariamente, razón de nosotros mismos. Ellos, como más tarde Osorio Lizarazo o Juan Lozano, mantienen ágil la pluma y firme la mirada. Sin ambas es imposible hacer buen periodismo y mucho menos perdurable literatura. Sin el periodismo literario Colombia sería más pobre y mucho menos comprensible. Y sin el periodismo, en general, la verdad sea dicha, tampoco nuestra historia existiría.
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