Los que no padecemos hambre, con frecuencia nos topamos con el hambre que mata a los que sí lo padecen.
Por: Saul Franco
Lo encontramos en los medios locales o internacionales que divulgan cifras y noticias de hambrunas, y escenas y tasas de muerte por hambre y desnutrición. No son lo mismo, claro. La desnutrición es muy variada y la producen distintas causas. El hambre en cambio es el mismo y depende sólo de la exclusión y la miseria.
La noticia más reciente es de la semana pasada. Se nos informó que al menos 15 niños habían muerto de hambre en lo que va de este año en Riosucio, Chocó. Tres años antes en el mismo departamento, pero en el municipio de Bagadó, se había reportado la muerte de varios niños afrodescendientes por la misma causa. Según el Instituto Nacional de Salud –INS-, entre enero y mayo de este año han muerto en el país 94 niños por desnutrición. La situación es especialmente dramática en el pueblo Wayúu en La Guajira, con tasas de mortalidad infantil similares a las de Ruanda y de desnutrición como las de Etiopía. La Defensoría del Pueblo denunció el año pasado que justo en ese departamento se registra la prevalencia más alta de desnutrición global del país. En ese año, según el INS, murieron en promedio 6 niños por semana debido a desnutrición, principalmente indígenas y marginados de los departamentos de Córdoba, Nariño, Chocó, La Guajira, Sucre y Boyacá. Se estima que la mitad de los niños emberá siguen muriendo de hambre.
No es mejor el panorama a nivel mundial. Aproximadamente 5.6 millones de niños menores de 5 años mueren cada año por desnutrición. Según el Programa Mundial de Alimentos es Africa, al sur del Sahara, la región del mundo con mayor prevalencia de hambre: uno de cada cuatro. El mismo Programa sostiene que hay casi 800 millones de personas en el mundo que no tienen alimentos suficientes y que 66 millones de niños estudiantes de primaria asisten a clases con hambre. Obviamente el mundo del hambre no es todo el mundo sino ciertos submundos en todo el mundo. Cuáles?
Ya la respuesta se ha ido insinuando: los pueblos indígenas y los afrodescendientes, casi que independiente de en cuál país se encuentren. Y los más pobres y los migrantes forzosos, en todos los países del mundo. Puede afirmarse que el problema del hambre no es de falta de alimentos, sino de su pésima e injusta distribución, es decir: de inequidad. La ineficiencia, corrupción y falta de políticas de muchos Estados agravan la situación y hacen ver más remotas las soluciones del problema. La asociación entre discriminación-inequidad-corrupción-hambre es muy fuerte y constante. Trasciende la asociación y ha ido adquiriendo capacidad no sólo explicativa sino también determinante.
Hace ya una década se publicó la Encuesta nacional de la situación nutricional en Colombia. Dicho estudio reconoció la relación de la desnutrición con la pobreza, la ruralidad, el mayor número de hijos por familia y el nivel educativo de la madre, destacó que más del 40% de los hogares colombianos se encuentra en inseguridad alimentaria y advirtió sobre “las repercusiones de esta situación sobre las personas, los hogares y la sociedad en su conjunto”. El hambre de algunos nos desnuda a todos y desnuda a la sociedad en que vivimos. Hace evidentes las injusticias, las discriminaciones y el abandono. Infortunadamente la situación empeora porque las soluciones siguen siendo puntuales, histriónicas y sintomáticas. Mientras tanto, los niños y niñas wayúu, emberás, afrodescendientes, campesinos y migrantes pobres de aquí y de casi todas partes del mundo seguirán muriendo de algo milenario, prevenible y vergonzoso: el hambre.
El autor es médico social.
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