Por: Hernán Baquero
Bracho
El problema de la corrupción
y la inseguridad es hoy quizás las mayores preocupaciones del
país, más apremiante acaso que el de la propia pobreza.
Porque esta última siempre la hemos tenido y aquella ha
trascendido todas las capas sociales. El país sigue siendo pobre, con
un ingreso percapita excepcionalmente bajo. Acaso
con el mercado global y los tráficos ilícitos se estén acumulando
grandes fortunas, que no vienen a mejorar el bienestar sino a hacer
más ostentosa la concentración del ingreso y las esperanzas de un
porvenir más amable se hacen cada vez más lejanas. Pero todo ello, que
es de suyo un empobrecimiento, significa un deterioro menor
que el que ocasiona el aumento de la corrupción.
Ya en la obra “La República” Platón, expresaba
que su creencia era que el Estado y la sociedad Griega se estaban desmoronando
por culpa de la desobediencia a la ley y porque la corrupción se había
generalizado. Comprobándose con esto, que la corrupción que carcome al
país no es un tema que se inició hoy, sino bien atrás.
En las primeras décadas del siglo XX
cuando se lograron liquidar los rezagos de la última guerra
civil, Colombia fue un país seguro. Hubo concretamente
periodos de violencia política, que tenía sus linderos, sus causas y
sus costos. La inseguridad como fenómeno ambiental no fue una
característica de nuestra región. El estado era pobre y
débil, y sin embargo era capaz de garantizar ese bien primordial. Existió
siempre un suficiente grado de solidaridad social como para
que la ciudadanía se congregara en torno a las leyes y las
autoridades para oprimir el crimen y para
mantener la vigencia de unos principios morales que se
consideraban un patrimonio común. La honestidad era un canon y su
pérdida merecía la sanción pública. La ley se apoyaba
en el consenso del pueblo, y este
recibía el apoyo de aquella. No era siquiera concebible que
una y otro anduviesen por distintos caminos. Luego vienen unas
décadas de desorden moral y por
ende de la perdida de la seguridad
total de los colombianos. Y llegó el presidente Uribe y
volvió a colocar los principios morales por encima de todo,
recobro la seguridad e impuso la autoridad a todo
lo largo y ancho del país. ¿Y qué ha pasado hoy?.
Hoy ese consenso
sobre la validez de unas normas éticas universales se ha
perdido. El oportunismo, por un lado, justifica las
violaciones de la moral y convierte a los deshonestos en
héroes cuando estos han logrado triunfar. Y por
otro lado el pluralismo ha consentido la coexistencia de la tabla de valores
y tradicionales con doctrinas no éticas o anti éticas a las que se le
reconoce unas mismas vigencias y unos derechos igualitarios. Para los
tradicionalistas, matar es un delito; para los
otros, el secuestro, el atentado, el asalto a mano
armada, son actos de la vida cotidiana. Para los primeros robar
es pecaminoso; para los segundos es una acción revolucionaría, ya
que de acuerdo con sus creencias la propiedad es un robo.
La sociedad, carcomida por esta atonía
moral ya no colabora
en la recuperación de la seguridad y de los valores,
pero la sufre. Y no coopera porque no tiene principios
colectivos movilicen su dinámica. Las causas del deterioro
de la corrupción y de la seguridad están en las bases.
En que los derechos y garantías sociales establecidos
en la constitución son cuestionables, como lo es
también el Código Penal y lo son las leyes complementarias.
¿A qué grado de inseguridad se
necesita llegar para que sea posible intentar una recuperación del
consenso los valores que la sustentan? Querer anteponer a una respuesta un
cumulo de consideraciones sociológicas, parece no ser si no una
simple acción dilatoria. Cuando
en el fondo del problema lo que hay es una
indefinición política.
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