Por
María Ruth Mosquera
Prensa
en Región - Proyecto Música Vallenata Tradicional en Sintonía
Sus predilectas eran
las perdices. Le encantaba comerlas fritas con patacones, yuca o plátano
cocido, cuando era muchacho. “¡Eran una exquisitez!”. Más adulto, cuando ya cazada
con perros y escopeta, tenía como objetivo primario a los saínos, unos cerdos
silvestres con una carne magra de calidad extrema que por muy gordos que
estuvieran no tenían ni asomo de grasa. Adoraba sentarse a degustar un guiso de
saíno.
El entorno se
prestaba para sus prácticas de cacería, pues Becerril donde nació era “otro
mundo, una maravilla ecológica”, en la que confluían selva y sabana. Y él,
Tomás Darío Gutiérrez Hinojosa, se caminó esa sabana, desde Codazzi, pasando
por Camperucho y siguiendo al río Cesar, bajaba por El Hatillo hasta llegar a El
Paso y La Loma; una prolongación en cierto modo del desierto guajiro en las
entrañas del Cesar, con las mismas especies animales y vegetales; ahí se daba
el encuentro con la selva que se extendía por una ‘inmensidad’ de hectáreas.
“Entonces yo viví en
sabana, en selva y en montaña, que era la cordillera de los andes”. O como lo
proclamó algunos años después: “Yo fui el
cantor de los cerros del río y del sol, que dejé una nota alegre en cada ansiedad
y una melodía en las almas de mis amores”, un canto vallenato que hizo tras
la despedida final de su amigo Octavio Daza Daza, quien como él se hizo poeta
cantor, miembro del universo de trovadores de un patrimonio que se canta, que es
la identidad regional, inspiración de crónicas, documentales, investigaciones y
relatos como los que construyen radialistas del Caribe colombiano con el
proyecto ‘Música Vallenata Tradicional en Sintonía’, que lidera el Ministerio
de Cultura y sus direcciones de Patrimonio y Comunicaciones - a través del
Proyecto Las Fronteras Cuentan- en el
marco de la estrategia del Plan Especial de Salvaguardia de esta manifestación
cultural, declarada por la Unesco en 2015 Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.
Era un muchacho rural,
rodeado de fauna y flora de sus tres ecosistemas; un erudito en pesca, un
nadador sinigual, un ser de inviernos que esperaba con ansias la llegada de
octubre porque era el mes de las lluvias infinitas. “Yo he sido enamorado
profundo y sincero de la lluvia porque revive nuestra naturaleza. El octubre mío
era invierno absoluto”. Los ríos crecían y él con los jóvenes del pueblo se
convertían en anfibios para desplazarse sin dificultades a través de las corrientes,
“Parecíamos unas nutrias. Nos íbamos por el río y nadábamos kilómetros. Éramos
hasta buzos, porque había la pesca de la Covacha en la que nos sumergíamos y
salíamos con los peces”, recuerda.
Muchos kilómetros al
norte había otro muchacho, unos ocho años mayor, diestro también en asuntos de cacería,
nutrido con carne de monte: Santander Durán Escalona, a quien sus más cercanos
llaman ‘El Pibe Durán’. “Mamá cocinaba en el suelo: Tres piedras, un hueco en
el centro y se ponía la carne en una parrilla, con yuca blanca/mona, una que es
aguadita por dentro, deliciosa”. Desde temprana edad tuvo la libertad para
aprender a disparar la escopetica de la finca, en las montañas de Callao, en Valledupar,
“que eran profundas también. Allí faltaba nada más Tarzán, había mucho venado y
yo me crie también con una carabina en el hombro, una Remington 22 de 18
tiros”. Entonces se paraba en la puerta, prendía la lámpara de cacería y desde
ahí cazaba los tres o cuatro conejos para el desayuno”.
Adoraba el bocachico
que sobreabundaba en los ríos Cesar, Callao, Guatapurí... “En Semana Santa
hacían unas trampas para pescado, como una cerca con palitos verticales y una
especie de mesón; y en el pozo de arriba vertían un poquito de leche de ceiba,
entonces el los peces venían huyendo de la leche, brincaban sobre el mesón y de
ahí los recogían en sacos de fique. Yo asistí a pescas de esas”.
Varios años después
se conocieron estos dos muchachos, que para entonces tenían otro factor común: La
condición de poetas en busca de dar a conocer sus creaciones musicales. “Él era
un excelente baquiano en la montaña, explorador nato, con una puntería
extraordinaria”, recuerda Santander. “Él fue cómplice mío cuando hacia cosas
mal hechas porque lo invitaba a comer guiso de saíno y se deleitaba con ellos”,
dice Tomás Darío, quien tras conocerse, invitó a su nuevo amigo y colega a un
desayuno sabatino.
- “¿Qué quieres
desayunar?, preguntó Tomás Darío
-“¿Que tienes allá
guardado en la nevera?”, contrapreguntó Santander.
-“Lo que tú quieras.
Pero no lo tengo en la nevera. Lo voy a buscar un momentico allá al otro lado,
en Los Besotes; saíno, venado, lo que tú quieras… Mira, antes yo iba de cacería allí al botadero
de basura y ahora tengo que caminar una cantidad de tiempo para encontrar un
animal. Es muy difícil de encontrar un animal ahora”, explicó Tomás Darío.
- “¿Y qué vas a
encontrar, si tú los has matado a toditos?”, replicó Santander.
“El desayuno estuvo
extraordinario. Hoy nos arrepentimos de todas esas épocas de cacería”, confiesan
y cuentan que entonces Santander hizo una propuesta trascendental a Tomás
Darío: “¿Por qué no cabíamos el fusil por una cámara de fotografía y a él le
sonó la idea?”.
“A la primera persona
que yo le oí hablar de ecología y de defensa de la naturaleza fue a él; me
insistió y luego empezó la televisión con unos programas de ese tipo, con
Gloria Valencia de Castaño y uno se fue sensibilizando; entonces se despertó el
amor a la naturaleza que estaba en mí, porque la verdad es que a pesar que le
hacíamos daño con la cacería, siempre hemos amado la naturaleza”, dice
Gutiérrez Hinojosa, quien debió más adelante conjurar los celos de su esposa
Maile Parodi, quien le reclamó porque salía a cazar y regresaba en la noche o
al día siguiente con los perros y la escopeta pero sin ningún animal cazado.
“Yo le dije, te quiero confesar algo: Yo ya no voy al monte a cazar - ¿Entonces
por qué vas? - Porque yo puedo vivir sin ir al monte. Tú sabes que yo soy del
monte y no puedo vivir sin ir al monte y ella me creyó. Caí en cuenta que yo
veía los animales y no les disparaba; ya había cedido a la doctrina de El Pibe”.
La riqueza natural lo inspiró para fortalecer su lírica e hizo cantos sublimes,
de muchos de los cuales Maile es la musa: “Busco
amarte, como un ave que ha quebrado su soberbia contra el viento. Yo soy tuyo,
tú lo sabes, fuiste lírico final de un gran tormento. Amo el sol y la penumbra,
las espinas y el clavel. Se aclaró mi anochecer, se volvió a asomar la luna. Te
tendré como el sacro manantial de mi esperanza. Me tendrás como un sueño que en
la aurora se agiganta o la sombra que encontraste en el camino”.
Hace poco se
encontraron estos amigos para evocar acontecimientos de más de medio siglo de
amistad, abrazos, afecto interfamiliar y también para hacer memoria de aquellos
tiempos en que mudaron su condición de cazadores para convertirse en
ambientalistas y poetas cantores, cuyas obras tenían como leitmotiv a la biodiversidad de su entorno, a los pájaros, los ríos,
los inviernos de octubre, el sol, las noches de luna; en fin, ingredientes que
hicieron de sus creaciones musicales auténticas odas a los paisajes de su
infancia. Cantaron a dúo sus canciones y se expresaron una mutua e inalterada admiración
por sus poesías, por sus vidas y por sus obras en favor del ecosistema y de la
cultura universal.
Su
universo lírico
En los años sesenta,
cuando estos jóvenes ingresaron al universo poético de la música vallenata
tradicional, ya este era habitado por personajes como Tobías Enrique Pumarejo,
un trovador ganadero, morador de los campos que se extienden desde Valledupar
hasta El Copey, quien logró tal vínculo con la naturaleza que sentenció en una
canción que “Cuando Pumarejo muera se
martirizan las flores copeyanas, se marchitarán las flores también se secan las
ramas”. Estaba Rafael Escalona -tío de Santander- que era un hombre con un
carisma indescriptible, un zar de metáforas, hipérboles, símiles, tropos y
cuantas figuras literarias se dejaran atrapar en sus obras; era un ser de
tierra, agua y aire, como lo dejó testimoniado en sus cantos, poblados por arcoíris,
mariposas, nubes rosadas, pescaditos de oro, ríos crecidos, relámpagos de esos
que se ven “como vela que se apaga” y
hasta un Jerre jerre con el que resultó haciendo un acuerdo de paz en un camino
del Cesar.
Estaba Leandro Díaz,
que era un caso especial; un poeta invidente que nació con un don exclusivo, una
capacidad perceptiva casi sobrenatural que le permitió incorporar a sus días
primaveras y otoños en un país donde sólo hay inviernos y veranos: “¿Usted sabe
lo que es una tarde de sol en el campo verde, y que de pronto pasa un nubarrón
y cae una llovizna? Eso es la primavera”, decía. Se describía como “un
cardón guajiro que no los marchita el sol”; como un
amigo del campo, que creció a tientas, tropezando con los elementos del paisaje,
fortaleciéndose con las aguas claras del
río Tocaimo para poder cantar; nutriéndose con todo lo que su espíritu le
permitía ‘ver’, como las fantasías que le regaló el amor y lo hizo cantar a una
mujer “elegante, todos la miran y en su
tierra tiene fama; cuando Matilde camina hasta sonríe la sabana”.
“Esos son los tres
más grandes de esa generación”, opina Gustavo Gutiérrez Cabello, poeta también,
amigo, contemporáneo y colega de usanzas de ellos, quien creció recorriendo
valles y praderas, influenciado por un paisaje de sol que marcó para siempre el
sendero de sus canciones, “y desde
entonces yo soy romántico y soñaros, porque no puedo cambiar la fuerza de mi
expresión”, tal como lo declaró un día y lo ratifica hoy: “Yo siempre he
dicho que si yo no hubiera nacido en este entorno, rodeado de naturaleza, yo no
hubiera sido compositor”. Ha sido Gustavo un sentimental empedernido, añorador
de los tiempos idos, de las travesías rurales que hacía con su padre Evaristo:
“Cuando llueve la brisa del campo
refresca la tierra, germinan las flores; arroyitos que vienen bajando recuerdos
de infancia de tiempos mejores; me recuerdan que estando muy joven, a la finca
yo iba con mi padre, recorríamos todos los potreros hasta ya muy metida la
tarde. Regresa a caballo cantando y a mi lado mi padre también, casi siempre
caía un aguacero, arroyitos crecían por doquier; ya muriendo la tarde en el
Valle, regreso a mi casa, queriendo volver; cuando llueve me da sentimiento, pero
eso no importa, que vuelva a llover”.
Fue una época de oro
para la creación bucólica en el vallenato. La naturaleza los surtía de toda la
inspiración requerida para llenar de lírica sus cantos. Era su entorno, por
tanto no podían desligarse de él. Los ejemplos abundan. Máximo Movil contaba
que venía “de la montaña, de allá de la
cordillera, allá deje a mi compañera junto con mis dos hijitos; yo me traje
bien cargado mi burrito vendo mi carga y me alisto porque mi mujer me espera”.
Para Rita Fernández Padilla “la naturaleza es un elixir, un encantamiento y ha
sido fundamental en mis canciones; transformo a los personajes en elementos de
la naturaleza: “Una fuerte montaña era
como tú, al comenzar el tiempo, pero pronto el invierno todo lo arrasó, sólo
queda una historia; una historia de amor que me demostró qué frágil eras
tierra, tierra blanda y liviana y yo que creía tener mi montaña”. Y Diomedes
Díaz fue un ser tan rural que se describió como “el río que nació en la Sierra y seco en el verano, soy el cultivo que
se perdió por la falta de asistencia, soy el turpial que cayó en la jaula por
culpa de la inocencia; yo soy el hombre que por ser hombre no he dejado de
existir”.
Por eso julio Oñate
Martínez consideró tan necesario lanzar una alerta temprana, ante la
deforestación evidente en el territorio: “Destruyeron
de manera irresponsable los bosques de dividivi, tu barrera natural y tumbaron
esos grandes carretales allá arriba en La Guajira no ha quedao ni un guayacán”.
Adriano Salas se mostró tan dolido con el deterioro de la biodiversidad en Caño
Lindo, que lo expresó cantando: “Ya no se
ven los pastos por el agua, está inundada toda la región, ya no acompaño más
con mi guitarra a las aves silvestre del playón”- Y a Adrián Villamizar le
pareció tan propicio personificar al canto vallenato y relatar sus travesías “por el río Magdalena, viví en la gaita de un
Chimila, en la península guajira, fui trepando el Ranchería hasta llegar al
Valle”, travesía en la que lo descubrió el acordeón, para convertirse en
cuerpo y sangre por toda la eternidad.
Sólo basta recorrer
sus cantos para encontrar que los poetas, en momentos de romanticismo extremo,
le trasladaban su sentir a los elementos de su entorno, por lo cual es fácil
identificar cómo pájaros, ríos, brisa y todo se convierte en celestina. Se ve
en Octavio Daza, un patillalero al que río Badillo, con su canto, ayudo a
convencer a su amada y en otro momento la acarició con un remolino: “Radiante estaba el día; tan linda se veía mi
amor, que una mariposa al ver su belleza detuvo el vuelo y se volvió una flor.
Y hasta los árboles, por su presencia, vencieron su orgullo, que se inclinaban
como por encanto ante su hermosura, y un remolino formado en las aguas la
acariciaba mansamente y fascinado por tanta belleza me provocó fundirme en el
ambiente”.
La naturaleza es amiga, es cómplice y al
mismo tiempo es antagonista. Lo cantó el trovador sanjuanero Hernando Marín Lacouture,
el mismo que descubrió en el polen de una flor la huella que dejó un suspiro
enamorado: “Se queda celoso el río Cesar
cuando sale la sanjuanerita, sus aguas se baten en la orilla, pero el barranco
las priva de meterse hasta San Juan; sabe que ella acepta mis caricias, sus
aguas tiemblan de ira, como mi sangre al amar”. Y
Rosendo Romero, quien creció sobre la Serrana del Perijá, comiendo ñeque,
venao, ardilla, armadillo, incluso oso, poseído por los artilugios del amor, vio
los claros de luna entre sombras de almendros igualitos a la mirada profunda de
esa mujer, que era como “un manantial entre
juncos y helechos, romántica como la lluvia de un atardecer”. Él, un poeta
de cerros, deseó para su final el mismo de los inviernos que
vivió en Villanueva: “Quiero morirme como
mueren los inviernos, bajo el silencio de una noche veraniega, quiero morirme
como se muere mi pueblo, serenamente sin quejarme de esta pena, quiero el
sepulcro de una noche sin lucero y así resucitar para una luna parrandera.
Ellos, Santander,
Tomás Darío y sus contemporáneos, son fieles representantes de los trovadores
de su ápoca y de los que los antecedieron, quienes en sus obras dejaron
implícito el axioma de que el canto vallenato nació en un entorno rural, debido
a que sus creadores se abrevaron de los ríos nacidos en la Sierra, escuchando e
imitando el canto de los pájaros, alumbrándose con la luna en la noche y con el
sol de día; corriendo por praderas y
sabanas, trepando cerros, nutriéndose de un ambiente natural con el que
ineludiblemente formaron el capital simbólico de su obra poética.
Son, como los
describe la investigadora, escritora, docente, musicóloga y cantante Marina
Quintero Quintero, “los báculos sonoros que sostienen esa alianza que llamamos
histórica entre la música, la cultura y la tradición; los que dan testimonio a
las nuevas generaciones de su historia. Siempre tendremos que volver a ellos
porque son la fuente donde bebemos, donde llenamos nuestro espíritu de
esperanza, de hermosas consideraciones y lecturas de la vida. Ese gran espejo
que ellos nos dan es la apuesta por el mejoramiento de la vida, la exaltación
por lo que realmente tiene valor.”
Hoy, Tomás Darío
Gutiérrez es un abogado, especialista en derecho penal y administrativo, con doctorado
en ciencia jurídicas, autor artículos en criminología que le abrieron las
puertas de la ciencia estadounidense; es historiador, exconcejal de Valledupar,
inventor de festivales, pero sobretodo es un guardián de la biodiversidad desde
el Ecoparque Los Besotes, primera AICA (Área Importante para la Conservación de
las Aves del mundo) reconocida en Colombia. “Yo recuerdo que cuando empezamos
en el Ecoparque la gran esperanza mía era que volvieran los animales; creía que
eso sucedería como en 20 años, pero a los cuatro años pude fotografiar la
primera guacharaca; llegó a un palo de mamón muy arisca. Hoy les echo comida en
el patio como si fueran gallinas. Hay centenares de ellas”. No solo guacharacas;
hay también cóndores, guacamayas verdes y otras especies que se creían
extintas; para completar una cifra superior a las 285 especies de aves y 44 de
mamíferos.
El Pibe Durán, a su
regreso de la universidad, con consciencia ambiental y con otros que pensaban
como él, montó en Manaure un centro de investigaciones biotecnológicas para
criar insectos que controlaran la plaga del algodón; “una especie de avispitas
microscópicas con las que logramos trabajar hasta el año 94. Fue una
experiencia interesante; yo me aislé en Manaure porque pensaba que podía ser un
gran científico y termine siendo un compositor”. Y es el único compositor que
ha logrado coronarse en cuatro ocasiones rey del Festival de la Leyenda Vallenata;
un agrónomo experto, investigador, parrandero, sentimental, escritor, que pasa
sus días como catedrático en la Universidad Popular del Cesar, transformando
imaginarios mediante la enseñanza de Ecología, impactos ambientales en
proyectos mineros y medio ambiente y otros temas relacionados.
Ellos son esencia de
la Música Vallenata Tradicional y evidencia del pasado rural de ésta; una
verdad contada por la radialista Melitza Quintero Suárez y protagonista de una
tertulia en vivo con el locutor Celso Guerra Gutiérrez, con el apoyo del
Ministerio de Cultura, en el proyecto Música vallenata Tradicional en Sintonía,
expresión cultural que por los siglos seguirá describiendo a Santander cuando
le cantaba a un amor lejano y le decía: “anoche
hasta el cielo lloraba, cayendo góticas de amor; más tarde la luna alumbraba,
brillaban las gotas de agua en una flor”; y a Tomás Darío regocijándose con
las lluvias de octubre y pregonando con el rostro iluminado de alegría que “huele a tierra mojada, a esperanza y a
sueños”.
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