Por: Hernán Baquero Bracho.
Se acerca el Festival, se siente el fresco ya como parodiando al maestro Escalona. El palpitar, las emociones y los sentimientos están esperando el momento para sentir la cadencia musical.
El Vallenato es el lenguaje de una raza. La fusión del blanco (el acordeón que entona “mole del cerro é Murillo que viste a los españoles, conquistar a Valledupar”), el negro (la caja retumbando con oigan lo que dice Alejo, con su nota apesarada”), y el indio (la guacharaca repicando el son “señores yo soy el indio que tiene todo y no tiene nada, trabajo para mis hijos, quemo carbón y pesco en la playa”).
Es escuchar el ritmo, saborearlo, dejarlo penetrar por los ojos, por los oídos, por la piel, que nos escudriñe y nos envuelva, que nos muestre nuestra vulnerabilidad, que saque a flote tantas realidades propias, tantos detalles valiosos escondidos allí, como en un vetusto baúl del olvido. Dejarse cortejar del Acordeón, de ese ritmo que acompaña nuestros latidos, que conoce la flexibilidad del espíritu y algún día terminar preguntándose como es posible que ese “pedazo de acordeón” se asemeje a las cosas de su alma. Entonces se entiende por qué todo el mundo hace silencio respetuoso en Valledupar y en Villanueva, y la fiesta se sublima en parrandas cuando comienza a liberar esa energía que transmite el trovador, quien por extraña simbiosis se fusiona y convierte con todo el conjunto en un solo instrumento… fluyen las notas como lava en erupción, inundando las almas con una paz bohemia, borrándose las horas de nuestras mentes, y cuando llegue el silencio suenan otra vez las campanas anunciando el amanecer.
¿Donde nació la música del Acordeón? Nació en el viejo Magdalena Grande, en cualquiera de esos pueblos que han visto y verán nacer músicos y compositores de gran sensibilidad…pero hay cuatro pueblos que por ser como son, están muy ligados a los orígenes del Vallenato: Patillal, Villanueva, Plato y El Paso. En Patillal siempre ha flotado la poesía entre el aire y la “Malena” un río de arena donde se bañaban desnudas las doncellas para alborozo de los dioses que les prodigaran fecundidad y las llevarán al hombre de sus sueños. Fue el sitio donde mejor floreció el romancero popular. Sí Patillal fue la cuna de la romanza, ni que decir de Villanueva donde los poetas y los compositores se confundían en su devenir histórico, allí la música de Acordeón desde tiempos inmemorables, ha sido como su inteligencia: Silvestre y agreste.
De aquellos cuatro lugares tocados por la fortuna – y por el Acordeón – la música se difundió por las grandes extensiones del viejo Magdalena...primero fue con las migraciones de la guerra de 1900, cuando muchos músicos llevaron juntos con el fusil, el Acordeón a los más distantes lugares. Años después un negro de Camarones, en la Guajira, llamado José Maria Redondo, traía y llevaba mensajes tocando su guitarra de pueblo en pueblo.
En la primera generación de los que tocaron el Acordeón están José León Carrillo (1840), Cristóbal Luquez (1845), Abraham Maestre (1855), Agustín Montero (1870) y Francisco Moscote (1880). En la segunda generación se encontraron: Eusebio Sequeiro, “fruto” Peñaranda, “Chico” Sarmiento, Ramón Zuleta, Luis Pitre y “Chico” Bolaños y en la tercera generación del Acordeón están: Juancito López, Fortunato Fernández, Emiliano Zuleta Baquero, Abel Antonio Villa, y el “negro” Ayala.
El Vallenato comenzó su parábola en aspecto ascendente por la geografía colombiana. Del campo donde inició en las vaquerías a la ciudad donde comenzó a sentirse aire musical. El Vallenato daba un vuelco total de donde era mal visto como corroncho y de poca monta, hasta el punto que en los clubes sociales de la época, como por ejemplo el Club Valledupar en uno de sus reglamentos existía un veto descalificante: “Queda terminantemente prohibido llevar a los salones del Club música de Acordeón, guitarra o parranda parecidas” De esto existen muchas anécdotas que le sucedieron al desaparecido rey de reyes “Colacho” Mendoza que pasó momentos amargos por este veto.
Pero definitivamente el Vallenato conquistó a Colombia en la década de los 90: el Binomio de Oro, Carlos Vives y Egidio Cuadrado, Jorge Oñate, Los Betos: Villa y Zabaleta, Diomedez Díaz, el gran ídolo de la música y la música autentica ya reconocida de los Hermanos Zuleta, se volvió en música obligada de los grandes clubes sociales, de las grandes concentraciones de espectáculos y en el alma y nervio de todos los colombianos. Sin olvidar el hito histórico del año 1982. La entrega del premio Nobel a nuestro queridísimo Gabriel García Márquez, “Poncho” Zuleta y “Emilianito” Zuleta, iluminaron la noche de la realeza con el vallenato nobel.
Eso es el Vallenato: la música nacional que se siente en la médula y que moviliza la mayoría de recursos espirituales y humanos. Un género principal donde a través de los anaqueles de la historia se encuentra registrado su acontecer, su pasado glorioso y es la antorcha para seguir penetrando en la mañana con músicos y compositores de nuestra tierra hermosa.
El Vallenato es el lenguaje de una raza. La fusión del blanco (el acordeón que entona “mole del cerro é Murillo que viste a los españoles, conquistar a Valledupar”), el negro (la caja retumbando con oigan lo que dice Alejo, con su nota apesarada”), y el indio (la guacharaca repicando el son “señores yo soy el indio que tiene todo y no tiene nada, trabajo para mis hijos, quemo carbón y pesco en la playa”).
Es escuchar el ritmo, saborearlo, dejarlo penetrar por los ojos, por los oídos, por la piel, que nos escudriñe y nos envuelva, que nos muestre nuestra vulnerabilidad, que saque a flote tantas realidades propias, tantos detalles valiosos escondidos allí, como en un vetusto baúl del olvido. Dejarse cortejar del Acordeón, de ese ritmo que acompaña nuestros latidos, que conoce la flexibilidad del espíritu y algún día terminar preguntándose como es posible que ese “pedazo de acordeón” se asemeje a las cosas de su alma. Entonces se entiende por qué todo el mundo hace silencio respetuoso en Valledupar y en Villanueva, y la fiesta se sublima en parrandas cuando comienza a liberar esa energía que transmite el trovador, quien por extraña simbiosis se fusiona y convierte con todo el conjunto en un solo instrumento… fluyen las notas como lava en erupción, inundando las almas con una paz bohemia, borrándose las horas de nuestras mentes, y cuando llegue el silencio suenan otra vez las campanas anunciando el amanecer.
¿Donde nació la música del Acordeón? Nació en el viejo Magdalena Grande, en cualquiera de esos pueblos que han visto y verán nacer músicos y compositores de gran sensibilidad…pero hay cuatro pueblos que por ser como son, están muy ligados a los orígenes del Vallenato: Patillal, Villanueva, Plato y El Paso. En Patillal siempre ha flotado la poesía entre el aire y la “Malena” un río de arena donde se bañaban desnudas las doncellas para alborozo de los dioses que les prodigaran fecundidad y las llevarán al hombre de sus sueños. Fue el sitio donde mejor floreció el romancero popular. Sí Patillal fue la cuna de la romanza, ni que decir de Villanueva donde los poetas y los compositores se confundían en su devenir histórico, allí la música de Acordeón desde tiempos inmemorables, ha sido como su inteligencia: Silvestre y agreste.
De aquellos cuatro lugares tocados por la fortuna – y por el Acordeón – la música se difundió por las grandes extensiones del viejo Magdalena...primero fue con las migraciones de la guerra de 1900, cuando muchos músicos llevaron juntos con el fusil, el Acordeón a los más distantes lugares. Años después un negro de Camarones, en la Guajira, llamado José Maria Redondo, traía y llevaba mensajes tocando su guitarra de pueblo en pueblo.
En la primera generación de los que tocaron el Acordeón están José León Carrillo (1840), Cristóbal Luquez (1845), Abraham Maestre (1855), Agustín Montero (1870) y Francisco Moscote (1880). En la segunda generación se encontraron: Eusebio Sequeiro, “fruto” Peñaranda, “Chico” Sarmiento, Ramón Zuleta, Luis Pitre y “Chico” Bolaños y en la tercera generación del Acordeón están: Juancito López, Fortunato Fernández, Emiliano Zuleta Baquero, Abel Antonio Villa, y el “negro” Ayala.
El Vallenato comenzó su parábola en aspecto ascendente por la geografía colombiana. Del campo donde inició en las vaquerías a la ciudad donde comenzó a sentirse aire musical. El Vallenato daba un vuelco total de donde era mal visto como corroncho y de poca monta, hasta el punto que en los clubes sociales de la época, como por ejemplo el Club Valledupar en uno de sus reglamentos existía un veto descalificante: “Queda terminantemente prohibido llevar a los salones del Club música de Acordeón, guitarra o parranda parecidas” De esto existen muchas anécdotas que le sucedieron al desaparecido rey de reyes “Colacho” Mendoza que pasó momentos amargos por este veto.
Pero definitivamente el Vallenato conquistó a Colombia en la década de los 90: el Binomio de Oro, Carlos Vives y Egidio Cuadrado, Jorge Oñate, Los Betos: Villa y Zabaleta, Diomedez Díaz, el gran ídolo de la música y la música autentica ya reconocida de los Hermanos Zuleta, se volvió en música obligada de los grandes clubes sociales, de las grandes concentraciones de espectáculos y en el alma y nervio de todos los colombianos. Sin olvidar el hito histórico del año 1982. La entrega del premio Nobel a nuestro queridísimo Gabriel García Márquez, “Poncho” Zuleta y “Emilianito” Zuleta, iluminaron la noche de la realeza con el vallenato nobel.
Eso es el Vallenato: la música nacional que se siente en la médula y que moviliza la mayoría de recursos espirituales y humanos. Un género principal donde a través de los anaqueles de la historia se encuentra registrado su acontecer, su pasado glorioso y es la antorcha para seguir penetrando en la mañana con músicos y compositores de nuestra tierra hermosa.
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