Por: Jaime De La Hoz Simanca.
Ramón González Jusayú ignora que el sombrero que luce Ignacio Carrillo en la película Los viajes del viento es de la misma clase de los que él elabora a mano desde hace más de veinte años. El intérprete del largometraje de Ciro Guerra, ovacionado recientemente en el Festival de Cannes, en efecto, cubre su cabeza con un sombrero de palma de iraca y colores vivos que no se sabe de qué parte proviene.
Ramón es el único, de los cincuenta hermanos paternos que tiene, dedicado a la elaboración de los sombreros que ahora son ofrecidos en las tiendas de artesanía o entregados por encargo después de recorrer largos caminos. La historia del adorno comienza en Siapana, un lugar enclavado en el Parque Natural Makuira, sembrado de árboles gigantes, y ubicado al final de un desierto de caminos y trillas que a veces el viento borra antes de morir en el mar.
Makuira, según los habitantes que viven alrededor, es un lugar sagrado, cuidado por los duendes akalakui, adonde asisten los botánicos para conseguir las plantas medicinales. Allí también llegan los artesanos en busca de la palma que servirá después para tejer, punto a punto, los sombreros que muchos hombres y mujeres lucen a lado y lado de la frontera ubicada entre Colombia y Venezuela.
Porque la historia se alarga un poco más hasta llegar a Paraguaipoa, un pueblo grande perteneciente al estado Zulia, donde los indígenas de la etnia wayúu también elaboran la prenda que el juglar Carrillo usa como adorno en su cabeza desde que decide emprender su viaje por distintos pueblos de la región Caribe hasta llegar a la alta Guajira con la intención de devolverle el acordeón a su maestro.
En medio de la “Majayut de oro”
Docenas de sombreros, repetidos como espejos, se extienden en un mesón improvisado a un costado del centro cultural de Uribia, un municipio de La Guajira al que denominan la capital indígena de Colombia y en el que a mediados de cada año se celebra el Festival de la Cultura Wayúu.
En pleno jolgorio, las señoritas pertenecientes a distintos clanes pasean, delante de una especie de séquito, en busca de la simpatía que ayude a ganar el “Majayut de oro”, reinado de la belleza indígena. Entre el grupo que recorre las intrincadas calles del pueblo, alrededor de la plaza, destaca el sombrero de cono breve y alas extendidas o cortas que, algunos, han sido comprados a Ramón y, otros, fueron desempolvados para exhibirlos en mitad de la fiesta.
A un lado del mesón, sentado alrededor de los sombreros que ofrece al mejor postor, Ramón observa al grupo de la candidata que aspira a ser coronada señorita wayúu, y después mira, uno a uno, los atuendos de colores que trabajó durante varios meses en su ranchería Guarerapa, situada a mil metros de Uribia, y habitada por 197 indígenas pertenecientes a las castas Jusayú, Pushaina, Ipuana y Epinayú.
Es el segundo día de la fiesta y Ramón ha vendido más de treinta sombreros que se multiplican en la plaza en medio del sonido de acordeones. Llegó para vender, pero también con el deseo de ver coronada a Yosselín Cáceres Henríquez, perteneciente al clan Apshana, quien debió pasar por un encierro de tres días cuando se hizo Majayut, a los trece años. Es una de las condiciones para ser reina, recuerda Ramón, mientras continúa atento a la demanda de su artesanía.
El atuendo de moda
El sombrero está de moda y Ramón se alegra por eso. También, los demás hombres de la etnia que permanecen durante varias horas, en Siapana y los alrededores, alternando los tejidos del popular atuendo con el de las guaireñas, el calzado típico de los wayúu. Porque, en la etnia, esos dos adornos son elaborados exclusivamente por los hombres, pues las artesanías femeninas están constituidas, entre otras, por las mochilas, las pulseras, los chinchorros, las hamacas y las mantas.
Ramón, al igual que Minguel Jusayú Ipuana y José León Jusayú, quienes lo acompañan en la venta diaria del sombrero, sabe y explica la división de ese trabajo en su comunidad indígena, pero ignora en qué momento histórico apareció en la cabeza de hombres y mujeres, primero con el color natural de la cintilla de iraca, y después con el colorido cruzado de rojos, azules, amarillos y verdes que se obtiene después de aplicar la pintura de aceite.
“En las descripciones de jefes wayúu de principios del siglo XX aún no aparece el sombrero. No es antiguo ni tampoco nuevo. Pero sí forma parte de la indumentaria del putchipüu o palabrero, esa especie de magistrado de la etnia encargado de arreglar conflictos”, expresa el antropólogo y escritor wayúu, Weildler Guerra Curvelo, autor del libro La disputa y la palabra.
Minguel Jusayú recuerda a Ramón, en dialecto wayuunaiki, la distinción entre el sombrero de la mujer y el del hombre. El adorno femenino, dice, es elaborado con una especie de doble ala, circular, y coronado con una borla decorada en hilo; el masculino, afirma, es de ala más recortada y levantado coquetamente en la parte de atrás. Así lo usa él también, al igual que Ignacio Carrillo, el personaje de Los viajes del viento que realiza un extenso recorrido, acompañado siempre del joven Fermín.
El sombrero como destino
“Hacer un sombrero significa un día de trabajo, de seis de la mañana a seis de la tarde. Sólo queda tiempo para llevar los chivos al jagüey. Lo más reconfortante es cuando la cáscara está lista porque es la hora de empezar a tejer”, expresa Ramón mientras se levanta para atender a tres turistas que llegaron, quién sabe de dónde, atraídos por aquel sombrero que vieron recientemente en la película.
Entonces, recuerda que hace veinte años su hermana Hilda Rosa Jusayú se casó con Francisco Ipuana, un experto artesano de sombreros que a lo largo de varios lustros trabajó en Nazareth, allá en la Makuira, y después del matrimonio se fue a vivir a Venezuela. Hasta allá llegó Ramón a visitarlos: durante 30 días observó la forma en que su cuñado Francisco tejía en diagonal los cintillos de iraca que conformaban luego esa especie de cilindro adornado con filigranas de colores extraídos de la mezcla del barro y los frutos secos del dividivi.
A su regreso, Ramón pensó que parte de su destino estaba en aquellos sombreros de textura de líneas, puntos seguidos y cruces de tejidos, hacia izquierda y derecha, a través de cintas de pajillas de iraca que, en su lengua natural llama issi o mawisa. Hoy, es el único que los teje en Uribia, pues el resto de artesanos de Colombia vive en la Makuira, aquella reserva paradisíaca enclavada entre cerros donde nace, como un río, el chorro de agua que conforma un oasis.
Ramón es el único, de los cincuenta hermanos paternos que tiene, dedicado a la elaboración de los sombreros que ahora son ofrecidos en las tiendas de artesanía o entregados por encargo después de recorrer largos caminos. La historia del adorno comienza en Siapana, un lugar enclavado en el Parque Natural Makuira, sembrado de árboles gigantes, y ubicado al final de un desierto de caminos y trillas que a veces el viento borra antes de morir en el mar.
Makuira, según los habitantes que viven alrededor, es un lugar sagrado, cuidado por los duendes akalakui, adonde asisten los botánicos para conseguir las plantas medicinales. Allí también llegan los artesanos en busca de la palma que servirá después para tejer, punto a punto, los sombreros que muchos hombres y mujeres lucen a lado y lado de la frontera ubicada entre Colombia y Venezuela.
Porque la historia se alarga un poco más hasta llegar a Paraguaipoa, un pueblo grande perteneciente al estado Zulia, donde los indígenas de la etnia wayúu también elaboran la prenda que el juglar Carrillo usa como adorno en su cabeza desde que decide emprender su viaje por distintos pueblos de la región Caribe hasta llegar a la alta Guajira con la intención de devolverle el acordeón a su maestro.
En medio de la “Majayut de oro”
Docenas de sombreros, repetidos como espejos, se extienden en un mesón improvisado a un costado del centro cultural de Uribia, un municipio de La Guajira al que denominan la capital indígena de Colombia y en el que a mediados de cada año se celebra el Festival de la Cultura Wayúu.
En pleno jolgorio, las señoritas pertenecientes a distintos clanes pasean, delante de una especie de séquito, en busca de la simpatía que ayude a ganar el “Majayut de oro”, reinado de la belleza indígena. Entre el grupo que recorre las intrincadas calles del pueblo, alrededor de la plaza, destaca el sombrero de cono breve y alas extendidas o cortas que, algunos, han sido comprados a Ramón y, otros, fueron desempolvados para exhibirlos en mitad de la fiesta.
A un lado del mesón, sentado alrededor de los sombreros que ofrece al mejor postor, Ramón observa al grupo de la candidata que aspira a ser coronada señorita wayúu, y después mira, uno a uno, los atuendos de colores que trabajó durante varios meses en su ranchería Guarerapa, situada a mil metros de Uribia, y habitada por 197 indígenas pertenecientes a las castas Jusayú, Pushaina, Ipuana y Epinayú.
Es el segundo día de la fiesta y Ramón ha vendido más de treinta sombreros que se multiplican en la plaza en medio del sonido de acordeones. Llegó para vender, pero también con el deseo de ver coronada a Yosselín Cáceres Henríquez, perteneciente al clan Apshana, quien debió pasar por un encierro de tres días cuando se hizo Majayut, a los trece años. Es una de las condiciones para ser reina, recuerda Ramón, mientras continúa atento a la demanda de su artesanía.
El atuendo de moda
El sombrero está de moda y Ramón se alegra por eso. También, los demás hombres de la etnia que permanecen durante varias horas, en Siapana y los alrededores, alternando los tejidos del popular atuendo con el de las guaireñas, el calzado típico de los wayúu. Porque, en la etnia, esos dos adornos son elaborados exclusivamente por los hombres, pues las artesanías femeninas están constituidas, entre otras, por las mochilas, las pulseras, los chinchorros, las hamacas y las mantas.
Ramón, al igual que Minguel Jusayú Ipuana y José León Jusayú, quienes lo acompañan en la venta diaria del sombrero, sabe y explica la división de ese trabajo en su comunidad indígena, pero ignora en qué momento histórico apareció en la cabeza de hombres y mujeres, primero con el color natural de la cintilla de iraca, y después con el colorido cruzado de rojos, azules, amarillos y verdes que se obtiene después de aplicar la pintura de aceite.
“En las descripciones de jefes wayúu de principios del siglo XX aún no aparece el sombrero. No es antiguo ni tampoco nuevo. Pero sí forma parte de la indumentaria del putchipüu o palabrero, esa especie de magistrado de la etnia encargado de arreglar conflictos”, expresa el antropólogo y escritor wayúu, Weildler Guerra Curvelo, autor del libro La disputa y la palabra.
Minguel Jusayú recuerda a Ramón, en dialecto wayuunaiki, la distinción entre el sombrero de la mujer y el del hombre. El adorno femenino, dice, es elaborado con una especie de doble ala, circular, y coronado con una borla decorada en hilo; el masculino, afirma, es de ala más recortada y levantado coquetamente en la parte de atrás. Así lo usa él también, al igual que Ignacio Carrillo, el personaje de Los viajes del viento que realiza un extenso recorrido, acompañado siempre del joven Fermín.
El sombrero como destino
“Hacer un sombrero significa un día de trabajo, de seis de la mañana a seis de la tarde. Sólo queda tiempo para llevar los chivos al jagüey. Lo más reconfortante es cuando la cáscara está lista porque es la hora de empezar a tejer”, expresa Ramón mientras se levanta para atender a tres turistas que llegaron, quién sabe de dónde, atraídos por aquel sombrero que vieron recientemente en la película.
Entonces, recuerda que hace veinte años su hermana Hilda Rosa Jusayú se casó con Francisco Ipuana, un experto artesano de sombreros que a lo largo de varios lustros trabajó en Nazareth, allá en la Makuira, y después del matrimonio se fue a vivir a Venezuela. Hasta allá llegó Ramón a visitarlos: durante 30 días observó la forma en que su cuñado Francisco tejía en diagonal los cintillos de iraca que conformaban luego esa especie de cilindro adornado con filigranas de colores extraídos de la mezcla del barro y los frutos secos del dividivi.
A su regreso, Ramón pensó que parte de su destino estaba en aquellos sombreros de textura de líneas, puntos seguidos y cruces de tejidos, hacia izquierda y derecha, a través de cintas de pajillas de iraca que, en su lengua natural llama issi o mawisa. Hoy, es el único que los teje en Uribia, pues el resto de artesanos de Colombia vive en la Makuira, aquella reserva paradisíaca enclavada entre cerros donde nace, como un río, el chorro de agua que conforma un oasis.
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