Icho, causante de que Diomedes Díaz perdiera su ojo, piensa que ese accidente juvenil le ha servido al cantante para redondear su fama.
Por Gregorio Peñaloza S.Twitter: @pegnaloza
Tomado de: elheraldo.co
La frase, que más parecía el titular de un periódico de crónica roja, estaba acompañada por la imagen de un hombre moreno y delgado, de pelo grisáceo, aspecto humilde y que usa anteojos: “Este es Icho, la joya que le sacó el ojo a Diomedes”, decía.
Enseguida, por el chat del blackberry, le pregunté a mi contacto a qué se referían la foto y el estado de su pin. La respuesta no tardó más de treinta segundos y confirmó lo que para mí había sido un simple rumor de marras: el cantante de vallenatos Diomedes Díaz perdió el ojo derecho cuando vivía en Villanueva (La Guajira), víctima de una pedrada que le asestó un amigo de infancia.
¿Y cómo hago para localizar al tal Icho? –pregunté.
Vive en Villanueva, dos calles abajo de la esquina de Chayo Cárdenas –me respondió de inmediato.
Luego de la confirmación decidí buscar al agresor para que me contara con detalles. Del incidente ya han pasado 45 años, pero Wilson José Peñaloza Barreto, más conocido como Icho, lo recuerda a la perfección. Y no es para menos, el susto fue mayúsculo, la sangre que brotaba del ojo derecho de Diomedes hacía mucho más escandalosa la escena, que dio por terminado un día cualquiera de aventura por el monte.
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Luego de presentarme, los saludos de rigor y hacer un breve recorrido por la humilde vivienda, se queda mirándome fijo a los ojos y me dispara con: ¿Te gusta el patio? El tufo que emana me hace pestañear, me repongo en menos de dos segundos y le digo que sí, pero en realidad el patio no me gusta, es grande y fresco, pero estando allí es imposible no sentirse arrinconado por la pobreza, tiene de todo y no tiene nada, y hasta parece que uno mismo hace parte del desorden.
Un fogón de leña, el tendedero con ropa vieja y multicolor, un par de pollos que caminan dando la impresión de estar perdidos, la infaltable gallina, una hamaca, un palo de níspero, uno de achote, uno de guanábana, uno de cotoprí, dos palos de mango de hilaza y dos matas de plátano son el inventario completo de esa porción de la casa.
Para entrevistar a Icho hay que llenarse de paciencia debido a su sordera avanzada. Las preguntas hay que repetirlas para asegurarse de que las recibió; otras veces mis intenciones periodísticas son apoyadas por su sobrino Teobaldo, quien a fuerza de verlo y hablar con él a diario ha logrado graduar a la perfección los tonos de su voz para que su tío escuche en el primer intento.
–Aparte de la sordera, tampoco veo por el ojo derecho, me hacen falta 100 mil pesos para la operación.
–Entonces ya emparejaste a Diomedes –le replico, y me suelta de cerca una sonora carcajada que me recuerda que la noche anterior estuvo embriagándose con churro*.
El rancho tiene en la fachada un letrero que reza: “se vende esta casa urgente”, entonces la curiosidad hace que le indague:
- ¿Y por qué tanta urgencia? Teobaldo hace una pequeña intervención para explicar:
- Ese letrero lo puse yo, pa´ mamarle gallo a mi tío.
- Primero muerto, la casa no se vende –complementa Icho.
- ¿Y cómo es el asunto con Diomedes?, ¿se volvieron a ver después de eso?
- El último intento fue hace dos años que se presentó a cantar en el Festival Cuna de Acordeones, lo esperé hasta las 11 de la noche pero me venció el sueño, después me contaron que se montó a la tarima como a la 1 de la mañana; aparte, lo que pasa es que la gente es mala, muchas veces hemos estado cerca y van y lo pican; “por ahí está Icho, el que te fregó el ojo en Villanueva” –le dicen– yo pa´ evitar cualquier problema no me acerco, porque donde sepa que me va a jodé, voy yo y lo jodo primero.
- Pero no pasa nada
–interrumpe nuevamente Teobaldo– yo una vez en Valledupar me fui de parranda con Diomedes y él le mandó a decir a mi tío que eso fueron cosas de pelaos, que más bien lo quiere ver, quiere un día de estos una reunión donde puedan sentarse con tiempo y hablar.
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Rafael María Díaz sintió pasar por su lado al grupo de muchachos, pero el cansancio no le permitió emitir saludo alguno, por eso prefirió seguir tendido en la hamaca. Había sido una jornada dura limpiando los potreros de la hacienda Guazara, siempre expuesto a la fuerte canícula y a cuanta plaga habitaba por allí. Con las fuerzas que le quedaban, levantó la mirada y notó que entre la manada de imberbes que rodeaba uno de los palos de mango cercanos estaba su hijo Diomedes.
Icho se había ido para el monte sin permiso de su mamá, Dilia Barreto, aprovechando que a la vieja le tocaba irse todos los días a lavar ajeno en una acequia llamada La Compañía. Estaba frustrado y hambriento, había sido un día malo para la cacería, parecía que los conejos, las iguanas y las palomas también estaban de vacaciones; era junio de 1967 y los muchachos aprovechaban el receso escolar para irse a aventurar por las fincas que rodeaban a Villanueva.
Veníamos con las manos vacías, estábamos muertos del hambre y de la sed –recuerda Icho– cuando llegamos al palo de mango notamos que había un racimo con fruta madura y propusimos un concurso: quien logre tumbarlo se queda con todo el tesoro. Diomedes se subió al palo, el resto se quedó abajo.
Los compañeros tiraban piedras y palos intentando tumbar el racimo, yo en uno de los bolsillos del pantalón tenía mi honda, le apunté al racimo y con la primera piedra le pegué, pero apenas se tambaleó; al segundo intento, Diomedes metió la cara y le di en el ojo derecho. La pedrada no lo hizo caer, pero aturdido se fue bajando despacio, y cuando llegó al piso nos dimos cuenta de que del ojo le bajaban varios hilos de sangre.
–Y de ahí para adelante, ¿qué hiciste?. Icho se queda mirando hacia el piso como recordando, ya han pasado 20 segundos y no contesta; no te oyó –dice Teobaldo, entonces, en su volumen especial, le repite mi pregunta.
Cuando el viejo Rafa supo me correteó pero no me pudo alcanzar, yo duré dos semanas escondido, durmiendo en la casa de mi abuela, después supe que la señora Elvira, la mamá, había formado un escándalo y que no paraba de llorar, a Diomedes se lo llevaron para Valledupar y lo curaron, no lo volví a ver. Como a los 6 meses apareció en La Junta cantando: “una casa te daré con ventanas de cristal / y te la mando a adornar/ mil colores le pondré/…”; entonces, aquí en Villanueva estuviera muerto del hambre, la profesión me la debe a mí, por aquí vuelve y me toca sacarle el otro ojo pa’ acabá de completalo (suelta una nueva risotada etílica), ¿cómo te parece el cuento? –remata.
Contrario al rotundo éxito, la fama y los millones de pesos que ha recaudado Diomedes Díaz por su trabajo en la música, a Icho le toca rebuscarse limpiando tapetes, cojines y muebles. También lava carros y de lo poco que gana una parte la destina a los gastos normales de su casa, y una pequeña partida, para tomarse unos buenos tragos de churro. Su afición por el licor se la atribuye a su soltería: “Tomo ron para matar mis aburrimientos porque estoy quedao”. Cree que del incidente con Diomedes ya todo lo pagó, no en vano la vida le emparejó cuentas de sobra; primero se lo llevó por delante un caballo, después en una celebración de carnavales le rompieron la cabeza con un totumo que le arrojaron desde una camioneta, y hace poco un mototaxi lo arrolló.
A sus 62 años es poco lo que le interesa enderezar su situación económica, para los problemas pareciera que es suficiente recolectar lo de la botella y que suene un buen vallenato, independientemente si es de Diomedes Díaz o de otro que cante con sentimiento. La porción de fama que le tocó no fue la más importante, pero se conforma, no en vano también siente que algo aportó al éxito del artista más vendedor de toda la historia discográfica de Colombia.
Mientras me concentro en cualquier banalidad que me cuenta Teobaldo, noto que Icho desapareció. De repente sale del fondo de la casa mostrando la honda (cauchera) como si fuera un trofeo, y dice con fuerza:
Vela, esta fue, cuando le empareje el otro ojo a Diomedes la boto –y suelta nuevamente una carcajada. Ubica una botella plástica en una pila de arena y se pone a practicar tiro al blanco.
Al tiempo que lo observo caigo en cuenta de que, a pesar de que ya pasaron más de cuatro décadas, tiene la puntería intacta.
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