Por: Marlon Consuegra.
Es poco usual que mis escuetos
escritos se desarrollen en primera persona, pero debido a que el mismo hace
parte de un descubrimiento propio, y de gran trascendencia personal, voy a
respetar esa identidad.
Como médico, ha sido parte de mi
esencia escudriñar sobre los orígenes del dolor y luego de establecer esa
etiología, se torna obligatorio para mí identificar cuáles son los medios para
curar, aliviar o paliar esa queja. Sin embargo el arte y la ciencia de curar,
pese a los adelantos y avances de la ciencia, siempre choca frente a la
imposibilidad de resolver lo desconocido, tratando de menospreciar en cierto
modo el éxito de terapias alternativas que demuestran mayor efectividad que la
medicina tradicional.
Considerando lo anterior, es también
sabido por muchos que la falta de un órgano de los sentido agudiza de manera
compensatoria (y maravillosamente inexplicable) al resto de los mismos,
haciendo que la percepción del mudo exterior sea registrada en mayor proporción
por esa esponja ávida de información que es el cerebro. Es por ello que los
ciegos por ejemplo, tienen tanto desarrollo del sistema auditivo y del tacto,
que les permite reconocer detalles que para una persona normal, pasarían
desapercibidos.
La integridad de mis sentidos era
aparente buena, hasta que el estar lejos del pueblo me permitieron abrir los
ojos y darme cuenta lo ciego y sordo que me encontraba. Esta experiencia
sensorial se pone de manifiesto cuando a medida que me alejo del epicentro
musical y cultural que representa mi región, se van diluyendo los colores,
sabores y sonidos con lo que me he identificado desde que hacía parte celular
de quienes me engendraron, quienes a su
vez recibieron esa información genética de sus padres. Es muy triste y doloroso
el desarraigo, porque al no poder levantarme día a día con ese Cerro Pintao’ y
perder de vista al amarillo más intenso del planeta que con arrogancia presume
el cañaguate, comienzan a manifestarse los síntomas del “dolor de pueblo”. Inicialmente se calmaba este dolor cuando el
color del concreto y la majestuosidad de los rascacielos nublaban parcialmente
mi vista; pero todo empeoró cuando mi sentido del olfato dejó de percibir el
olor de las mañanas de invierno y los matices del gusto se perdían
simultáneamente cuando me di cuenta que una cerveza no servía para acompañar a
un amigo sino una comida. Finalmente el “dolor
de pueblo” se cronificaba hasta tal punto que sin darme cuenta, dejé de
escuchar los acordes vallenatos con los que se acompañaban todas mis
actividades cotidianas.
Este dolor se hacía tan intenso y
a la vez tan real, que no permitía que mi éxito en otras áreas personales fuera
disfrutado con plenitud. Fue en ese momento que decidí buscar ayuda profesional y de gran especialización. Entonces entre
todos los medicamentos que ensayé para mí, pude descubrir que ese dolor solo
podía ser calmado por el efecto de las 31 Aspirinas
que se incrustan en el lado derecho del instrumento más sanador del planeta: El
acordeón vallenato. Obviamente observé mayor efectividad si se acompañaba de
una docena de Mejoralitos que se
ubican en su lado izquierdo. Cabe aclarar que me tocó recurrir a los mejores
especialistas para lograr mi objetivo, y que de paso puedo asegurar que de
Villanueva son los más grandes en la historia, haciendo especial mención de la
digitación majestuosa de Israel Romero, la nota gruesa de Emilianito Zuleta, el
lenguaje colorido de Orangel “el pangue” Maestre y de una lista interminable de
médicos del alma que ha parido mi tierra. Y aunque lo que voy a decir a
continuación va a generar ampollas en el país de los inconformes, tengo la
convicción que a diferencia de Aracataca (que no volverá a parir otro Nobel),
Villanueva seguirá dándose a conocer por formar desde sus entrañas a los
mejores exponentes de la única música Nobel de Colombia.
Gracias a mi tierra, sus colores,
sonidos y sabores, descritos tácitamente o de manera directa en cada una de sus
obras musicales, pude liberarme de esa ausencia sentimental como dice Rafa, que
da este “dolor de patria”, que en
ocasiones se confundía con depresión, angustia existencial o malparidez
cósmica. Y fue así como cada acorde musical fue desde la distancia engullido de
manera absoluta por mi ser, aprovechando la mínima nota y frase de mi infinito
vallenato, para que se convirtiera en la forma más elemental y efectiva para
seguir curándome y nutriéndome a través de ese cordón umbilical del cual no me
puedo, ni me quiero liberar.
Concluyo diciendo que un buen
tratamiento debe dosificarse regularmente en la medida que los síntomas
aparezcan, y en mi caso es todos los días de mi vida hasta que Dios me lo
permita; convirtiéndose en un medicamento de por vida, que con gusto cumpliré.
Por eso recomiendo a todo aquel que se encuentre lejos de casa, que para el “dolor de pueblo” reciba 31 Aspirinas y
una docena de Mejoralitos bien
tocados, por vía auditiva, ya que van directo al corazón.
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