Parafraseando al poeta tolimense Fabio Polanco, cuando escribiera versos de antología in memoriam Juancho Rois: «En la mitad del concierto, este verso él entonó…», así, en una mañana cualquiera de entre semana y a palo seco, como la tipografía del afiche emblema del próximo Festival de la Leyenda Vallenata, Carlos Vives se despachó a capela con las estrofas de Rosa jardinera para darle la bienvenida al escenario a Pablo López Gutiérrez. Asegura que es de buena suerte tocar al cajero mayor.
Había cantado ya una tanda de clásicos como aquel paseo de Idelfonso Ramírez y se había zambullido en las reflexiones sobre los temas inherentes tradición y vallenato, porque le vienen de cuna y porque él mismo ha estado en el centro de la discusión entre los puristas y los que consideran que el vallenato, como cualquiera otra expresión comarcal, evoluciona; bien por la presencia de nacientes cultores y sonidos, o bien porque se acaban o cambian los motivos inspiradores.
En uno de esos pasajes a sus introspecciones, Carlos Vives se remitió a conversaciones con el gurú del folclorismo en Colombia, Guillermo Abadía Morales, en las que abordaban esas vicisitudes sobre lo que podría y no podría ser folclor. «Yo ese problemita lo resolví hace veinticinco años», en la época en que despuntaba para un vallenato con novedosos ornamentos y dejaba atrás las baladas del álbum No podrás escapar de mí.
Pero desde entonces, el vallenato no ha escapado de Carlos Vives; y desde siempre, Carlos Vives no ha escapado del vallenato. Lo ve en muchas cosas y en muchos retratos. En Santa Marta, en el río Magdalena, en la gaita de Mayté, en el bajo del Papa Pastor y en todos los personajes que pasan y nadan en Pescaíto, lo ve en los rocanroles de su alma. Si cuarenta años después se remite a las grabaciones de Los Hermanos López y a los paseos del wayú Máximo Movil, indudablemente en sus venas corre vallenato. Algunos dirían que el vallenato le brota por los «porocks».
Y al tiempo que argumenta cómo fue penetrando ese caudal de sonidos y arreglos en la música que hace, suelta la alarma a los dolientes: «Tenemos que proteger este patrimonio y tomar conciencia de que es una labor con la comunidad y que no depende de las instituciones, sino de todos. Desde el más humilde, hasta el más encopetado. Yo soy ejemplo de lo que se ha podido hacer». Lo afirma, con la satisfacción de saber que los cantos de Leandro, de Emiliano y de Escalona han retumbado en las antípodas.
Ciertamente, mucho después de que el vallenato navegara en barco y llegara a oídos de la reina de Inglaterra por cuenta de los viajes que amenizara el bogotano Julio Torres, que fuera a México y ganara oro olímpico en México 68 con Alejo Durán, y que Diomedes Díaz y Rafael Orozco lo pusieran a sonar en Venezuela y Estados Unidos, Carlos Vives montó el vallenato en el tren de Santa Marta y desde allí lo difundió por los confines. Siempre con el respaldo de una banda que comanda el general y rey Egidio Cuadrado.
Hasta lo montó en velocípedo. «La bicicleta es un vallenato desesperado, pero vino Shakira y le cambió el nombre». A ella también la metió en su onda. Antes, un 20 de julio, en los umbrales de la selva del Amazonas, ambos habían interpretado La gota fría; aunque después creyó pertinente sugerirle a la estrella barranquillera que mirara más al Magdalena y menos al Misisipi. Por más que innove e investigue en sonidos y melodías, y que grabe a dos voces con los «pelaos» del género urbano, los afluentes de Vives siguen siendo los juglares.
Al tiempo cree que el folclor no se acaba porque Silvestre Dangond haga locuras en el escenario o porque el bajo se haya sumado a la trilogía musical o porque a la eterna piqueria del viejo Mile y Lorenzo Morales se le pongan arpegios de guitarras rockeras. «El folclor es el alma, es el pueblo, es el campesino que desaparece por cuenta del conflicto. El folclor se pierde en la vida real».
Lo afirma quien hizo de su banda un crisol donde juntó a los músicos caribes con los del interior. Lo hace cada vez que puede, como esa Tierra del olvido de la que forman parte el Cholo Valderrama, Andrea Echeverry, Fonseca y otros artistas del panorama musical colombiano, para que todos, en tempos de joropo, rock y pop, suenen a vallenato. Volvió a hacerlo la mañana en la que fue presentado en sociedad el afiche promocional del Festival Vallenato que le rendirá homenaje. Un honor que al principio le molestó porque asegura que él «todavía está empezando».
Ese día, previa evocación histriónica de Consuelo Araujo Noguera, cofundadora del festival, al acordeón de Egidio se unieron los de otros cuatro reyes: los hermanos Álvaro y Ciro Meza Reales, Jaime Dangond Daza y el bogotano Alberto Jamaica Larrota. Aquí, un paréntesis de Vives para recordar cómo el vallenato se ha metido en el altiplano y para destacar que el rey cachaco es eximio legatario de Chico Bolaños.
Entonces, se abrieron los fuelles y al unísono en el ambiente los acordes de El hambre del liceo, El pollo vallenato, La cañaguatera y El cantor de Fonseca. Cinco reyes que en muy poco tiempo se citaron y se acoplaron con toda la banda, y con Carlos Gardel Huertas, el hijo homónimo del compositor guajiro y uno de los campeadores que dos largas décadas atrás inició con La Provincia esta expedición musical.
Carlos Vives es una suerte de eslabón entre dos generaciones, se trenzó en tertulias con los mayores, aprendió de ellos, y a su manera, «descomplicado», tradujo el vallenato para sus contemporáneos y para las nuevas generaciones. Para fanáticas como la doctora Paulita, una joven médico que apenas se destetaba cuando salió el primer Clásicos de la provincia y que hoy no se pierde disco ni concierto del samario, que cuando sus largos turnos en las salas de cirugía se lo permiten, acude a la fiesta en ese local y templo cultural que, confiesa Vives, logró edificar en el norte de Bogotá. Gracias al vallenato.
De cierta manera, el cantante coincide con Gabriel García Márquez, cuando alguna vez el nobel dijera que le preocupaban los intentos por academizar esta expresión. «El lenguaje lo hace la vida, lo hace la calle. Y el vallenato lo está haciendo la gente”, le reveló en su momento al cronista Ernesto Mc Causland. Y Carlos Vives, que a la usanza de los compositores se nombra en tercera persona en algunas de sus composiciones, ofrece otra respuesta en Hijo del vallenato, un merengue autodescriptivo.
Tiene unos meses para hacer campaña antes del homenaje en Valledupar, asegura que será un año de reinado, y que igual, si no se lo hubieran conferido, «allá estaría jodiendo», para recalcar todo lo que se ha hecho, los logros de esa provincia universal, de ese «rock de mi pueblo que también es fonsequero». O para acentuar la dimensión profunda de Matilde Lina y todos los versos de Leandro Díaz. Con esta carta de presentación, seguro que el mundo necesita más vallenatos, de esos viejos que le tocaron el alma y que tanto le gustan a Carlos Vives.
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